Ilusión pasada, ilusión alimentada por la sociedad, por la tradición, pero ilusión al fin y al cabo. Ilusión alimentada por la posesión, por la incapacidad de diferenciación entre atracción y afecto. Podríamos definirlo, rápidamente como la capacidad de parar el tiempo al estar con una persona, de anonadarnos observándola, escuchándola, atendiéndola. Podríamos, del mismo modo, preguntarnos qué nos hace cambiar la imagen de un amigo por la de nuestra pareja en dicha definición. “Somos capaces de sentir cariño, afecto… querer en definitiva a más de una persona al mismo tiempo” afirmaba un artículo del fanzine “Alejandra”, continuando con “¿por qué sin embargo cuando hablamos de amor parecemos incapaces de amar a más de una persona?”
Y es que, a menudo, el paso del afecto a aquello que denominamos “amor” no va más allá de una noche desenfrenada. No son pocas las parejas que permanecen juntas largo tiempo como ejemplo de clara felicidad para al final seguir caminos diferentes. “Mi mujer y yo fuimos felices durante 20 años. Después, nos conocimos.” Dijo una vez Rodney Dangerfield, y razón no le faltaba.
En estos pocos años que llevo paseándome por la Tierra, y a lo largo de los últimos cuatro días en los que he tenido un reflejo del uso de la razón, no son pocas las niñas, jóvenes, chavalas, mujeres que he creído amar, dándome cuenta ahora, en una época no especialmente optimista quizá, de que ese amor era de usar y tirar, fabricado en latex y a la venta en paquetes de tres en el baño de algún bar.
Puede que la edad sea un buen símbolo al que achacarle la culpa, pero en estos momentos, echando la vista ligeramente atrás, me doy cuenta de que las personas que más me han atraído por su forma de ser, no comparten lista con aquellas que me han gustado, en buena parte de los casos.
A pesar de todo ello, no logro borrar de mi cabeza la estampa “feliz” de un abrazo antes de dormir, de un beso que rice hasta el último pelo de mi cuerpo, el sonido de una voz dulce que atienda mis paranoias e incertidumbres, de poder ser, al mismo tiempo, apoyo para ella. Me siento incapaz, sin embargo, de separar todo ello de un atractivo sexual.
En una construcción social monogámica, que impulsa la familia tradicional (padre, madre e hijos), busco aquella pareja que más me atraiga de entre las que me entran por el ojo, en lugar de escoger la más atractiva de cuantas alcanzan mi cabeza.
La estampa descrita permanece aún en mi memoria, y lo seguirá haciendo por muchos años, sin duda, pero ahora más que nunca no puedo dejar de recordarlo como una ilusión pasada, una falsa ilusión obcecada. La perspectiva temporal aclara ciertos puntos y es ahora cuando veo que, por haber dejado desviarse a mi sangre la rutina, ese monstruo contra el que debe luchar constantemente la pareja [1], logró engullirla una vez expirado el tiempo de garantía.
Compruebo, al finalizar estas líneas que, tras haber comenzado hablando del amor, he terminado centrándome únicamente en la pareja, dejando a un lado a amigos, familiares y naturaleza. Al final resulta cierto que yo soy yo y mis circunstancias [2]. Circunstancias que, en este caso, me han traicionado. Dejaremos, por lo tanto, la continuación del análisis de tan curioso concepto para otra ocasión.
[1] Honore de Balzac, modificado. Original: “El matrimonio debe luchar constantemente contra un monstruo que lo devora todo: la rutina.”
[2] Ortega y Gasset
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