2007/04/24

Impotente

Nuestras acciones nos definen, más cuanto menor sea el grado de racionalidad y consciencia con que las llevamos a cabo. Una vez superado el qué dirán o lo políticamente correcto, cuando nos da igual lo que aquellos que están a nuestro alrededor opinen de lo que vayamos a hacer o decir, entonces, es cuando se ve cómo somos realmente. No es fácil, pero, llegar a tal situación. Es necesario un grado relativamente alto de confianza, aunque resulte solamente virtual, o ampararse en la siempre eficiente excusa de las drogas.

Tras compartir charlas en bares, noches de fiesta, tardes de parque, o películas de sofá, en ambiente distendido y tratando temas de lo más variopinto, cualquier persona con un mínimo de capacidad de observación aprende a adivinar por dónde va a salir la compañía. Aunque no siempre acierte, puede intuirse de una forma u otra.

No me considero en absoluto el ejemplo de la transparencia, y la formalidad. Porque me caliento fácilmente, en primer lugar, y porque significaría una dilapidación colectiva, ya que, ha quedado probado que la imagen de uno es directamente proporcional al número de caretas que esconda. Sin embargo, me tengo por una persona bastante coherente con respecto a las ideas que transmito, fruto de mi cabezonería muy posiblemente. Y, a pesar de quedarme un buen trecho aún por recorrer, argumento en la medida de lo posible las opiniones que expreso y las acciones que realizo. Es cierto que a menudo hablo “al pedo”, y es ese uno de los pasos más grandes que me quedan por dar: callarme. Pero intento razonar, darle vueltas a la cabeza (en exceso quizá) y formar una actitud lo más correcta posible.

Si la imagen que doy se parece mínimamente a la que tengo, que sin duda estará sobrevalorada, no entiendo cómo pueden seguir tratándome y temiéndome como si tuviera 13 años todavía. Ni soy el ejemplo de la madurez, ni pretendo serlo. Pero creo estar lo suficientemente cerca como para ser capaz de afrontar que alguien prefiere otras compañías a la mía. Que simplemente no se encuentran a gusto conmigo. Que les agobio.

No entiendo entonces por qué me huyen, evaden, ignoran, mienten... ¿He levantado la mano alguna vez a alguien? ¿He saltado al cuello? ¿He tirado alguna silla por la ventana? ¿He insultado infundadamente?

Me equivoco. Todavía no he alcanzado la perfección. Aunque puede que algún día lo haga, no lo niego. Pero no puedo arrepentirme ni culparme de cuanto ha sucedido este último año. Tengo la extraña sensación de no haberme equivocado.

Es entonces cuando pienso en ello y no puedo evitar frustrarme, sentirme imponente (no sexualmente, por suerte, en ese sentido únicamente desaprovechado ) por quedar como mentiroso, salido, degenerado, inmaduro… por no dignarme a ceder, por no dignarme siquiera a probarme una careta para la foto. No puedo salir de mi asombro al ver cómo quien hace unos meses me escuchaba y atendía a cuanto me pasaba, cambia diametralmente para decirme: me parece muy bonito lo que me has dicho, pero creo que es todo mentira. No puedo evitar sentirme impotente por estar ahora mismo a punto de reventar, por personas que, al fin y al cabo, no me aportan nada.

Acabo de leer de pluma de una amiga, que se siente demasiado pequeña para ir a la universidad el año que viene. Que quiere empezar una etapa nueva, sin olvidar la anterior. Yo, por el contrario, no puedo desear con más ganas el cambio. Sin duda echaré de menos el no hacer nada, la relación con muchos de los profesores y trabajadores de Ikastola donde, al fin y al cabo, he pasado 15 años de mi corta vida. Pero no soporto más las niñerías, los piques y actitudes infantiles. No soporto estar relacionándome con las mismas 40 personas que creen conocerse y cuyo desconocimiento no tiene límite. Quiero pasar a cruzarme a la gente por la calle y saludarles únicamente, o quedar un sábado para tomar unas copas. Quiero ver todos los días sólo a aquellas personas que lo merecen. Quiero olvidarme del sentimiento impuesto de colmena, según el cual todos debemos llevarnos bien, simplemente llevarnos, por compartir centro. Donde el grupo siempre tiene la razón. O, en su defecto, la cabeza.

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