2007/04/24

Noches de domingo

Me gustan la tranquilidad y soledad de la noche. Después de lo extrañas que se han vuelto las tardes de domingo, de una conversación ligeramente subida de tono, o como simple preparativo para lo que podría ser una semana de estudio o trabajo, últimamente encuentro especialmente relajante coger la chaqueta a última hora del domingo y dar relevo al lunes apoyado en un muro, con la silueta de las peñas, marcada por Bilbao, de fondo. Me gusta salir a esas horas en las que el metro ha rato que dejó de funcionar, en que la gente está presa del calor de sus casas, cruzándome sólo con algún gato despistado al que no le ha dado tiempo a esconderse. Con el sonido del silencio, quebrantado por los ladridos de perros alterados. Alumbrado por cuatro farolas mal puestas de las que no resulta difícil huir. Me gusta dar vueltas y vueltas a la cabeza, me encanta marear las ideas un ratillo, hasta que el frío logra atravesar todas mis prendas, y vuelvo a conciliar el sueño entre gustosas sábanas, o a empezar otra película de la lista interminable.

Al día siguiente vuelvo a pasar por el mismo muro, al volver de clase, y, aunque el sol haya relevado a las farolas, el silencio esté dormitando y pueda comprobar que no soy el único habitante, sigue resultándome tranquilizadora la estampa. Sigo sintiendo el abrigo de la soledad.

No puedo evitar acordarme de las cuatro líneas que conseguí memorizar para el último examen de historia. Y recuerdo cómo un joven Sabino Arana defendía, con cuatro amigos, la idea de una provincia basada en agricultura, con grandes casas en el monte, lejos de todo modernismo. Veo cómo, poco a poco, las campas se desvanecen y aparece cada vez más asfalto en su lugar, hasta triplicar la población actual en pocos años, según algún que otro proyecto. Ley de vida, tratándose de un pueblo con metro y a, relativamente, pocos minutos de la capital, pero no puedo evitar la congoja.

Llego a casa, dejo la mochila y las playeras tiradas en mi cuatro y me asomo al balcón, donde hace apenas un año podía ver una campa llena de malezas, árboles y cabras, donde he llegado ver a cabritillos nacer. Veo el frontón que han construido en su lugar y la de mierda que han dejado por el camino, con la mitad del solar levantado sin hierba ni ninguna intención de mejora. Me alegra ver que, a lo largo de la tarde, aparecen niños, y que su número crecerá poco a poco. Es una sensación contradictoria, pues me agrada ver que la media de edad va a estar por debajo de la jubilación en pocos años, pero no me quedará más remedio que sacrificar mis paseos en solitario para ello.

Miro a las peñas de nuevo y siento unas ganas casi irrefrenables de agarrar la tienda de campaña y subir esa noche entre árboles, a pocos metros de todo, pero alejado al mismo tiempo. Con luz y electricidad cerca, pero sin que puedan llegar a tocarme. Lejos de la sociedad, aunque no desecharía una compañía agradable con la que, ¡cómo no!, solucionar todos los problemas de la existencia con hierba bajo la espalda, y en los pulmones a poder ser. Sintiendo la capacidad de criticar, tanto positiva como negativamente, cuanto me de la gana.

Algún día llegaré a hacerlo, cuando junte las suficientes ganas para ver la cara de mi madre al decirle que me ha dado el cuarto de hora autista, o pedirle a alguien que, en época estival, me acompañe en tal empeño.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo quiero. Puedo?

Opositivo dijo...

Sin duda. Aunque la época estival ha encontrado su fin ya.

Di que sería más fácil hacerlo de conocer tu identidad, pues pese a que el anonimato abre las puertas de la ilusión, es poco práctico a la hora de contactar. Me han contado.

salu2!