2007/10/06

Payasos en la lavadora

Hace unos años, con éste en su último suspiro, nació en Bilbao un niño al que llamaron Álex. Su apellido: de la Iglesia. Empezó joven a escribir historietas, y elaborar cómics. Más adelante rodó “Mirindas asesinas”, un corto donde actuaron, entre otros, Álex Angulo, Saturnino García y Ramón Barea, los cuales le acompañarían en posteriores trabajos. Atrajo la atención de Pedro Almodóvar este corto y mediante su productora estrenó Álex la película “Acción Mutante”. A esta la seguirían más adelante “El día de la bestia”, “La comunidad” y “Crimen ferpecto”, por nombrar algunos de los trabajos más significativos.

No hizo gala de su peculiar sentido del humor en esas obras únicamente y publicó en 1997 el libro titulado “Payasos en la lavadora”. En él se narran las vivencias de un exéntrico escritor durante una Aste Nagusia en Bilbo. El prólogo atribuye la autoría a Juan Carlos Satrústegi y comenta cómo él se encontró el texto en un portátil olvidado en una marquesina de autobús.


Lo leí por primera vez hace exactamente un año, puesto que fue unos de mis compañeros en el viaje de estudios Túnez. Pude tenerlo en mis manos con mucha suerte, pues hace años que está descatalogado y los ejemplares existentes están a buen recaudo en los hogares de los seguidores. En su día me encantó, prueba de ello es uno de los primeros textos que escribí: Ascopena. Recientemente he vuelto a pedirlo prestado. He recordado las sonrisas que me arrancó en su día y disfrutado con guiños que entonces no entendí. Su humor negro, macabro, la mentalidad desquicia que describe, la psicopatía perceptible en cada frase... me han cautivado.

Aprovecho ahora que acabo de terminarlo para recomendar su lectura, transcribir algunos de los fragmentos que más me han gustado, pese a que no es fácil hacer una selección, y hacer los deberes que hace tiempo me mandó hace Amets. Como las páginas de este libro sólo ascienden a 167, he dividido entre dos el número de la página indicada por ella y reproduzco el segundo párrafo de ésta. En la página del autor podéis encontrar más fragmentos e información.

Berandu, baina bete dut ;).

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Pág. 89

“Los residuos adheridos en mis orificios respiratorios, almacenados en su interior durante esta noche asfixiante, se mezclan con el estimulante y el ácido, reaccionando de manera inesperada y misteriosa. Tengo el arcano Opus Alchimicum pegado a la nariz. El Elixir Vitae, la solución final. Pero sólo yo podré disfrutarlo; la ciencia no será capaz de reproducir las mismas condiciones ambientales en laboratorio. Incluso quemando neumáticos y llenando miles de probetas con esencia de corteza de cerdo; todo será inútil. Aquí y ahora. Ésa es la única certeza.”

Pág. 13

“Hannibal Lecter, el potagonista de El silencio de los coderos, participaba de la misma inquietud hacia los rostros de la gente. Lo que pasa es que cuando se encontraba con alguien que le daba mal rollo le comía la cara a mordiscos. Lecter es un tipo inteligente, culto, delicado en sus maneras; su mente trabaja incansable las veinticuatro horas del día resolviendo enigmas inextricables; no es justo que pierda un solo minuto de su vida soportando la presión que ejercen todos esos rostros húmedos que nos observan impunemente, y es lógico que quiera liberarse de alguna manera.”

Págs. 27-28

“Una de gran éxito, por su sencillez y rápida conclusión, era la de la mesa y los huevos. El sujeto, previamente desnudo, coloca sus huevos, apartando cuidadosamente el pito, encima de una mesa. Entonces otra persona, con un martillo grande, le aplasta los huevos de un certero golpe en el que invierte toda su fuerza física. Alguna vez lo representamos teatralmente, y la sensación de regustillo que daba el imaginarse esa inimaginable cantidad de dolor almacenada, apretada en una sola fracción de segundo, era enorme. Se discutía acaloradamente qué ocurría después con el torturad. ¿le daría tiempo a gritar o se desmayaría inmediatamente?

Tras practicar este juego durante semanas llegamos a momentos de auténtica poesía. Se arrancan todos los dientes a una persona de cuajo, con unos alicates. Esto como prólogo. Los de arriba y los de abajo. Y después se colocan alfileres dentro de los huecos de las encías. Una vez acabada esta operación, se obliga al paciente a que mastique con todas sus fuerzas. Todos, nerviosísimos, masticábamos fuertemente para imaginarnos esa sensación.”

Pág. 29

“Había un cura – creo que daba latín – que no paraba de hurgarse en las orejas con las patillas de las gafas. Esto puede parecer vulgar; lo asombroso era que con el producto hallado dentro hacía pelotillas y nos las lanzaba. Había otro que decía:

- ¡Nietzsche!...¡Qué daño ha hecho ese hombre!...

Lo repetía continuamente. A nadie le importaba, porque en mi clase todo el alumnado era retrasado mental. Leían revistas de surf y cosas así. Realmente a mí tampoco me importaba. Y creo que a él menos. Al único que podría importarle era a Nietzsche.”

Págs. 87-88

“Tengo que hacer una llamada anónima a la redacción de un periódico y confirmar la autoría de este atentado como la primera acción terrorista de PANICO. Mientras, analizo el contenido de los sobrecitos, mi merecido trofeo. Contienen un polvillo amarillento. Afortunadamente no es cocaína, droga de diseño para los modernillos de turno. Parecen cinco gramos de lo que ha venido a llamarse speed, una mezcla de anfetamina en polvo adulterada con una cantidad incontrolable de productos químicos mortalmente tóxicos. Administrado con regularidad puede destruir para siempre el sistema nervioso, quemar las neuronas del cerebro hasta convertirlas en una ración de chopitos, calcinar el tabique nasal como si esnifases cal viva. Quizá por esa razón los consumidores habituales lo llamen cerdo. Desposito todo el contenido en la palma de la mano y lo absorbo salvajemente. Noto cómo me abrasa por dentro, cómo se extiende por mi cabeza hasta la nuca, quemando todos los tejidos interiores hasta detenerse en el cráneo. No queda nada, sólo un rastro que ha escapado a mi hocico-aspiradora. Lo chupo con la lengua, como un perro. Sangro por la nariz. Buena señal.

Intxáustegi, un amigo del colegio – utilizo su verdadero nombre porque a estas alturas, si es que vive después de lo ocurrido, no creo que lo recuerde -, era aficionado al speed. Nunca tuvo problemas. Era un tipo normal, un poco ansioso, pero normal. Un día fue al dermatólogo porque le picaba la piel.

- Mire, doctor... Acérquese. - Intcáustegi se remangó la camisa, dejando los brazos al aire. El doctor se acercó -. Mire mi piel... Fíjese, fíjese bien.

El doctor negó con la cabeza. Se quitó la gafas.

- Mire ahí, junto a los pelos... ¿No los ve? ¡Están por todas partes!

El doctor seguía inspeccionando el brazo detenidamente, sin encontrar nada extraño.

- Tiene que verlos... Son unos pequeños insectos. Están agarrados a los pelos... Mire, se agarran y empujan con fuerza, hacia abajo, hasta cambiarme la dirección del vello. ¿Se da cuenta?

El doctor, con calma, miró a los ojos de Intxáustegi y le preguntó:

- Eres adicto al speed, ¿verdad?

- Bueno, adicto, adicto... Lo he probado alguna vez, pero...

El doctor se acercó a su biblioteca y sacó un grueso volumen de psiquiatría. Sobredosis de speed. Sintomatología: el enfermo se siente atacado por unos insectos imaginarios que cambian la dirección del vello.

Intxáustegi, mudo de asombro, abandonó la consulta.”

Pág. 134

“El tiempo es una mentira, una trampa de las amas de casa para que desayunemos a la misma hora, para que cuando comamos o cenemos lo hagamos todos juntos. Si no llegan a inventar el tiempo, las amas de casa se pasarían el día fregando, y eso no puede ser. Lo que quiero decir es que los intervalos que componen un fragmento de tiempo no son regulares. Tienn diferentes superficies y grosores. Las sustancia que une esos intervalos y la materia que los compone no son las mismas. Una noche inolvidable es un pastel; se te deshace en la boca. Un debate en la televisión es una corteza de cerdo rabiosa; por más que la retuerces no hay manera de hincarle el diente.”

Págs. 138-142

La Palanca... Suena como un lugar mítico: la Atlántida. Aquí es donde viven los dioses de mi ciudad, como los griegos, en lo alto de una colina. Los edificios parecen antiguos. Ya lo veo claro; es la acrópolis de la villa, su centro intelectual. Puede apreciarse en la gente que nos rodea. Todos andan con algo en la cabeza, como distraídos. Los hombres pasean, charlando amistosamente, compartiendo ideas, proyectos, ilusiones. Las mujeres salen de los locales a recibir a los paseantes. Los tratan con un cariño inusual, típico del norte. Intcáustegi, amante de las costumbres locales, entabal una animada conversación con una atractiva mujer de aspecto caribeño. Mientras, decido introducirme en un local sugerente: el Gato Negro.

¿No es maravilloso relacionarse con personas de gusto tan delicado? Luces cálidas, terciopelo rojo en las paredes, música suave. Un auténtifo pub inglés. Lástima que no se cuide como debiera, porque detecto goteras en algunas esquinas y la moqueta roja se ha vuelto negra de barro y mugre. Piso un ratoncillo gris que huye, precavido. En la barra del bar me saludan dos simpáticas señoritas. Una de ellas confiesa su pasión por Poe. También conoce a lord Dunsany, dice, que le pagó cinco mil pesetas por chupársela. No entiendo claramente la ironía, pero brindo por ello y las invito a unas copas. La cosa se anima.

Todas las chicas se ríen de mis ocurrencias, incluso el barman y algún invitado ocasional. Intcáustegi y Sandra, que así se llama su amiga, nos acompañan en la fiesta improvisada. Mi amigo, espléndido como de costumbre, invita a todos los presentes a una ronda. Sandra es dominicana y parece feliz de vivir en nuestra tierra. Mis dos nuevas amigas, Irene y Bocafloja – adivino que la llaman así por su risa fácil – son del extrarradio. Actualmente están en paro, pero hacen “sus cosillas” - imagino que artículos en revistas especializadas, colaboraciones, etc. - para salir adelante. Bocafloja es una alma romántica. Me mira embelesada, apoyando con una carcajada cada uno de mis parlamentos. Discutimos con vehemencia la falta de talento de los nuevos creadores, la usencia de principios entre los jóvenes, lo malq ue están las carreteras en Andalucía y el nuevo fichaje del Osasuna – desgraciadamente, Intxáustegi tomó las riendas de la conversación - ... Todos disfrutamos mucho.

Es curioso que, en un primer contacto casual como éste, las muchachas congeniasen con nosotros de manera tan natural – hay que reconocer que nuestra facilidad de palabra contribuyó enormemente-. Nunca me consideré atractivo. No es falsa modestia. Además, tras los últimos acontecimientos no he tenido tiempo de cambiarme, lo que empeora gravemente mi aspecto. Sin embargo, algo debo de tener, porque Irene aprovecha mi concentración en el discruso para introducir su mano en mi bragueta y juguetear con mis genitales. ¡Qué gesto inesperado y cordial! Intxáustegi, no queriendo parecer descortés, levanta la falda de Sandra y su mano izquierda desaparece en la oscura intersección de sus glúteos; dos masas de carne dura como la piedra, dignas de exponerse en el Museo de Pesas y Medidas de París.

Bocafloja se agacha delante de Intxáustegi. Las tinieblas del Gato Negro nos impiden ver la jugada, pero sospecho que la poderosa operación de succión que merecía la admiración y el aplauso del mismísimo lord Dunsany se está efectuando en estos precisos instantes.

Oh, Dios mío. ¿Quién podría imaginarse que la materia vil, poco atendida por mi espíritu aflijido, pudiera reportar tan gratos momentos, deleitarnos con placeres tan exquisitos?

Irene, Bocafloja, Intxáustegi, Sandra y yo subimos una empinada escalera del local cantando No llores por mí, Argentina por alguna razón que no recuerdo. La iluminación es escasa, pero alcanzo a distinguir un pasillo estrecho de paredes verdosas. Hay algo húmedo en ellas, lo noto al apoyarme. No comprendo cómo Bocafloja ha podido llegar hasta aquí sin desprenderse de Intxáustegi; continúa realizando una esmerada labor de succión, agarrada a modo de cinturón sobre sus caderas. A Intxáustegi le agrada, no puede negarlo. Su expresión de Buda feliz lo corrobora. Sandra, sin embargo, no le ve la gracia. Intento caerle simpático a Sandra. Asombroso, no ha leido la obra de Hawthorne. Ni siquiera sabe quién es. Charlamos sobre ello, pero no consigo captar sua tención. Se entretiene golpeándome la cara con sus tetas una y otra vez.

Unos pezones negros, de dureza casi metálica, me lastiman hasta el punto de irritarme la nariz. Los muerdo violentamente, presa de un ataque de euforia. Sandra sonríe, mete su mano en mis pantalones y, agrrándome el culo con una sola mano, me levanta con facilidad; abre una puerta y me lanza a la cama. También nos acompaña la encantadora Irene, cargada de copas y botellas, totalmente desnuda, con los pantys en la cabeza.

El doctor Octopus estaría orgulloso de mí. Me faltan brazos para palpar todo lo que tengo a mi alcance. Ellas, encendidas como panteras, me arrancan la ropa. Irene la registra, buscando una cartera. Naturalmente no encuentra nada. En otro contexto, esta actitud podría haberme contrariado, pero aquí resulta chistosa. Sandra se sienta encima de mí, cegándome con sus nalgas. Mi cabeza se encuentra aprisionada entre las mantas ásperas de la cama y los muslos duros de la muchacha. Esta situación, lejos de desagradarme, calma el dolor de mi alma extenuada.

Me hallo en la oscuridad total, una oscuridad caliente, deliciosamente asfixiante. Estoy en un bosque. Una selva de ramas negras y tupido follaje. Puedo distinguir el fuerte aroma de la tórrida floresta, el amargo sabor de las frutas maduras. Mi lengua sacia su sed en grutas inexploradas. Irene aprovecha mi ceguera para apoderarse del resto de mi cuerpo. Se acomoda en mi bajo vientre con una habilidad prodigiosa – estamos hechos el uno para el otro, como el tornillo y la tuerca -. Comienza a agitarse, a gritar ignomias. No puedo huir. Sandra, con sus nalgas-tenza, no me lo permite. Aprieta cada vez más fuerte, ahogándome.

Irene salta sobre mí una y otra vez, accionada por un motor uterino de potencia inaudita. ¡está poseída! Es Regan, la Divina Infante de El Exorcista. ¡¡Poséeme, demonio; soy tu padre Karras!! No puedo oir mis propios gritos, porque la jungla negra de Sandra sella mi boca para siempre. Soy feliz.

Llego al éxtasis bruscamente y me desmayo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ba zan ordua eh! Te ha costau!