2007/11/04

Ríos de ácido

El calor es insoportable, percibo el sudor de todxs lxs asistentes a este ritual con cada nueva bocanada. Es así como lxs sitúo, pues me cuesta verlxs. La capa de humo que se ha formado y el vergonzoso estado de mi vista me lo impiden. Salgo a tomar un poco el aire. Para suavizar el contraste, dejo que las cenizas bailen a mi alrededor.

Un rato después, no sabría decir cuánto, vuelvo a entrar. Es inútil. Decido abandonar la estancia y recorrer solo los metros que me separan de la cálida cama que me espera. Abrígome e inicio la huída. Siseando por la acera, “Marea” como banda sonora.

Sistemáticamente introduzco mi mano en el bolsillo interior y extraigo de él un trozo de plástico verde. Encuentro el billete que obliga a los guardianes a abrirme paso. Con mi llegada desaparecen en sendas ranuras, y sin mayor complicación accedo al interior. Veinticuatro minutos de espera me quedan. Decido dejar mi cuerpo reposar sobre un objeto metálico rectangular ligeramente agujereado.

Poco a poco, percibo que mis ojos se cierran. Cada vez que los abro, algún ente invisible los agita impidiéndome enfocar correctamente. El grupo que suena cobra más fuerza cada vez. Normal, he apoyado la mano izquierda en “vol +”. Lo ajusto y obligo a mis pies a soportar el peso de todo el cuerpo. “Mejor imposible”, camino lentamente esquivando las juntas que dividen las baldosas del suelo. El letrero luminoso que se encuentra imponente a media altura marca algún minuto menos conforme voy completando vueltas a mi circuito particular. Decido, a fin de aligerar la espera, mirar únicamente tras haber completado, al menos, un par de vueltas. Dieciocho, dieciséis, catorce, doce, diez, ocho, seis, cuatro... Dejo de mirar, me he aburrido.


Un ruido familiar llama mi atención repentinamente, aún por encima de la música. Una gran serpiente con ojos blancos y la frente serigrafiada en rojo se acerca sobre dos raíles de metal. Con curiosidad toco un botón y me abre sus puertas. Accedo, acepto su invitación. Un joven ronca a la derecha. Junto a él otros dos conversan alegremente. Éstos llevan boina y un consolador colgado a la cintura. Detrás, esposas enfundadas en cuero. Yuyu. Mejor me siento a la izquierda.

Parte la nave, siguiendo un recorrido más tortuoso que nunca. Siento que mis ojos vuelven a tener problemas de enfoque. Pero aquí el paseo no es una opción viable. El suelo carece de baldosas y su estabilidad goza de un sorprendente factor de duda. Pasa una estación, pasan dos, llega la tercera. Contracciones inconscientes cobran fuerza en mi interior. No, aquí no. Vete a saber lo que te puede hacer la pareja del cuero. Aguanta hasta la siguiente. Pero, buf, luego hay que esperar media hora hasta el siguiente. Total, sólo faltan tres más para llegar. No, no puedo.

Mis pies se dirigen a la salida, esta vez los guardias tardan más en apartarse, y reciben mi primer saludo como reprimenda. Giro la esquina, apoyo las manos sobre la pared y agacho ligeramente la cabeza. Siento como ríos de ácido corren por mi interior, fluyen libremante a través de mi gargante, de mis orificios nasales. Abro los, ojos, y compruebo cual había sido mi cena, por si acaso se me había olvidado. Parece que no hay una fuente cerca, y sólo dispongo de una servilleta. Tengo trozos de macarrones metidos hasta el tuétano.

Con poca discreción, pues la hora no la requiere, expulso cuanto puedo de mi interior, y me dirijo con paso lento y curvado hacia casa. Sabor ácido y amargo en mi boca, con un pequeño trasfondo dulce. Cuarenta minutos de divagaciones me esperan. Cualquiera sabe qué puede suceder...

PD: Ahora puedo decir más que nunca que “vomité mi alma en cada texto que escribí” (Modificado de Jesucristo García – Extremoduro).

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