Ayer sentí, después de bastante tiempo, ganas casi irrefrenables de reventarle la boca de una patada a un tío. Vox populi es la fama que tienen lxs seguratas del metro, gana a pulso en mi opinión. No es difícil encontrar las palabras bronca, prepotencia o frustración ligadas a ellxs, especialmente a aquellxs que “trabajan” en los turnos de noche. Más, si cabe, desde que tomaron apariencia de “hombres de Harrelson”. Recuerdo, cuando todavía estaba prohibido tomar fotografías, que íbamos en el metro viendo las imágenes almacenadas en la cámara de una amiga y amablemente (nótese la ironía) uno nos dijo: tened cuidado, últimamente desaparecen muchas cámaras. Con un tono de superioridad que difícilmente olvidaré. Atónitos nos quedamos, pues estaba la cámara mirando al suelo. El pasado sábado, sin ir más lejos, llegábamos a la estación de Berango, alrededor de las tres de la mañana, cuando dos se detuvieron frente a nosotros. Tanto un compañero como yo nos fijamos en un objeto alargado que colgaba del cinturón de ambos, curiosos ante aquello que se nos hacía desconocido. No era la familiar porra, ni tampoco un vibrador de bolsillo. Tan pronto como el transporte se hubo detenido, salieron porras en mano, extensibles, y rodearon junto con otros cuatro a un joven. Desconozco el delito del chaval, ni era tan peligroso, pero lo dudo. Me parece ligeramente desmedido que tengan que rodearlo entre seis “hombres” equipados como iban.
Sin embargo, a pesar de estos altercados que comento, hay quien disfruta de su trabajo. Me refiero a una persona en concreto, un caballero de unos cuarenta, si las canas no engañan, con gafas y rostro siempre sonriente. Más de una vez me he quedado mirándolo mientras atendía a alguna señora o hacía una carantoña a algún niño que esperaba con su madre al tren. Siempre amable, alegre. Si el metro está hasta los cojones, y en vista de un largo trayecto, casi cuarenta minutos, decides sentarte en el suelo, en una esquina, en lugar de darte una patada de malas maneras y mandarte levantar, te pide que por favor procures no molestar y te sientes en un asiento tan pronto como se libre.
Tal como iba diciendo, que ya me estoy desviando, ayer, domingo, a última hora de la tarde, cogí el metro en Indautxu para ir a dar una vuelta por la casi olvidada Galea. Supongo que quien haya montado en el metro algún domingo por la tarde habrá comprobado el grado etílico y el alto número de sudamericanos que lo utilizan. No pretendo con ello apoyar ninguna tesis racista. Es tan cierto como que un sábado a la noche puedes suplantarlos por veinteañeros, o por pastilleros un domingo por la mañana. A las pruebas me remito. El caso es que, nada más montar, pude ver a un hombre tumbado de forma que ocupaba, incomprensiblemente, cuatro asientos. Incomprensiblemente digo, porque tiene que resultar tremendamente incómodo. Yo me senté poco más allá, de forma que nos separaba el espacio muerta que ocupan las puertas. Al fondo, un joven hablaba con su pareja sobre los planes para nochevieja. Tan pronto como hubo terminado, se sentó frente a mi.
Poco más tarde el segurata del que he hablado apareció en escena. Fue entonces, y no antes, cuando el chaval vio conveniente levantarse y sentarse junto al borracho. El segurata intento llamar la atención del hombre zarandeándolo y le dio un suave txalo para ver si reaccionaba. Ni se inmutó. De repente, el joven, que tan preocupado se había mostrado por él con anterioridad, comenzó a increpar al segurata, diciéndole que ésas no eran maneras de tratar a una persona, que no había derecho, que se estaba pasando... Simplemente había intentado despertarlo, como hubiéramos hecho cualquiera un amigo en estado etílico. Flipando, permanecí a la escucha. El segurata empezó a ponerse nervioso y lecantó ligeramente el tono de voz, mientras solicitaba al joven que le permitiera hacer su trabajo. El segundo, adoptando una conveniente y oportunista actitud pacífica e indiferente, a la vez que victimista, le recriminaba el hecho.
El resto de viajerxs asistía ausente al espectáculo. Bueno, ausente no, la mayoría se apartaba y situaba en otro asientos para continuar con sus tareas. La situación me impedía concentrarme. Seguía con atención la discusión, al mismo tiempo me indignaba por el pasotismo, y me recriminaba ser partícipe de él. En un alarde de cordura, dejé mis
identidades a un lado, guardé el cuaderno de paranoias y, mochila a la espalda, me dirigí al segurata. Con voz claramente temblorosa, corazón taquicárdico y sudor en partes de mi cuerpo cuya existencia desconocía, tartamudee como buenamente pude unas pocas palabras inconexas que pretendieron decir:
Déje a este chaval en paz. Haga su trabajo. Si tiene algún problema ya le pedirá sus datos y pondrá una queja. Manda huevos que para uno decente que hay tenga qe pagar el pato por nada. Creo que fui el único que lo comprendió, a juzgar por la cara de alucinación con la que me miraron, o senti que me miraron, lxs de alrededor, lo cual influyó, junto con mi estado cardíaco, en que abriera la puerta en la estación siguiente y consumiera con asiedad dos o tres “
palitos del cáncer” (Peio dixit) en apenas un par de minutos. Antes de bajar pude ver al hombre girarse e intentar levanta al borracho. Acto seguido, el chaval hizo ademán de ayudarle, abandonando su expresión cómoda y tranquila. Antes no había podido, tuvo que ser después de montarle el pollo y cuando el otro ya se había dispuesto a ello.
Después, me quedé con un cabreo y sensación de mala hostia como hacía tiempo que no padecía. Con todo, con la injusticia del subnormal que se metió a molestar donde no debía, pero, sobre todo, mcon mi absurda reacción. Si abres la boca, hazlo para algo. Sino, mejor quédate sentado. A veces la intención no cuenta una mierda, y la cobardía le mete un patada a la mínima de cambio.