2008/05/09

El acantilado de tu vida

Tu vida es un acantilado. Llevas tiempo ancladx a un árbol que te sostiene y evita la dura caída al fondo. Al principio era firme, vigoroso, sus profundas raíces te aseguraban tranquilidad, transmitían la seguridad necesaria para centrarte en otras cosas: mirar las aves pasar, las nubes variar, analizar las formas del otro lado, contemplar el cauce del río bajo tus pies, y disfrutar de los animales que de él y en él se alimentan. Poco a poco ha ido perdiendo fuerza, sus primaverales flores ha tiempo que no lucen con el mismo esplendor; el tronco está débil ya, simulan las arrugas de una piel quemada por la edad. Las ramas contiguas van cediendo lentamente y se precipitan al vacío, llevándose consigo las marchitas hojas otro resplandecientes bajo él. A éste ya no lo prestas atención, dejaron de atraerte sus rayos os colores de su despertar, la cálida despedida diaria. Tampoco te reconoce la Luna, ésa misma con la que compartieras largas confesiones transeúnticas, a la que revelaras tus más profundos temores y sabidos amores. Toda tu atención está centrada en los débiles sustentos que salvan tu inevitable caída.


Eres consciente de que antes o después sucederá, y lo temes. No sabes qué pasará, pues nunca antes has caído, ni has visto a nadie hacerlo. Puede que alguna liana te atrape a medio camino y envueltx en ella pases el resto de tus días. Una liana más joven, con mayor aguante, e incluso más cercana. No lo sabes. Intentas asomarte, pero un pequeño saliente te impide ver nada más allá que un par de sombras difusas. Debería haberlas, muchas, pues resulta inverosímil que ésta sea la primera y única planta dispuesta a acogerte entre sus brazos. Puede incluso que no sea mala la caída, que aterrices suavemente en las cristalinas aguas y éstas te mezan entre caricias de camino a otro valle lejano. Suena imposible, tanto como temible, pero quién sabe. Dudas. ¿Merece la pena saltar? ¿No es mejor aguantar mientras sea posible? ¿O estas simplemente alargando innecesariamente tu tortura? Sabes que mañana, pasado o quizá dentro de unos meses, salvo que copiosas lluvias resuciten a tu caserx, den vigor a su cuerpo y vitalidad a su ánimo, el temido desenlace llamará a tu rama. La inseguridad te invade, pero es mayo el miedo, y aguantas como buenamente puedes. Cada vez más abstraídx. Ya no disfrutas de nada, pues es ésta disyuntiva la que ocupa tu mente de forma permanente. La vida ha pasado de ser un acantilado entero, con todo lo que te rodeaba, a una minúscula extremidad limitada en todos sus aspectos.

Un buen día, al ocaso, escuchas una discreta llamada a lo lejos, casi en la base, intuyes. Eso parece, al menos, aunque llegue distorsionada por el chirriante viento. Sabes que las posibilidades de alcanzarla son ínfimas, y aunque la perspectiva resulta tremendamente atractiva, son muchas las dificultades a salvar. En un ataque de locura, o cordura, te dejas caer, a la nada, al todo. Pasas por ese punto de donde provenía el deseado apoyo, aunque fuera fictíceo, pero el temor te impide abrazar esa mano tendida. Sigues cayendo. Por el camino piensas si no hubiera sido mejor quedarte arriba. No era seguro, está claro, pero sí más que una caída descontrolada por completo. Te das cuenta de que por malo que fuera, algo era, y el pesimismo vuelto positivo dibuja en tu cabeza los trazos de una nube cargada de vida. Cerca, casi a punto de descargar. Te replanteas aferrarte a la pared y ascender como sea posible a ese desconocido puesto en a medio camino. Por probar, a ver cómo es. Pero, mientras tanto, sigues cayendo, más y más abajo, en un recorrido que parece no tener fin.

¿Qué harías tú si te vieras en tal apuro?

No me importa

Hoy, por el contrario, me da exactamente igual lo que pueda parecer, qué puedan decir o pensar, si les gusto, si me odian, si les atraigo o el desprecio es reinante, si mi conversación les es agradable o la definirían como un compendio de guturales sonidos sin lógica ni relación. Me he paseado en patines y con un pareo por minifalda por todo Bilbo, con una bandera a la espalda y gritando al son de un grupo en bicicleta con los más variopintos disfraces. Más tarde he estado cocinando: ajo y coliflor. Me he lavado las manos, pero no he conseguido aislar debidamente el olor. Horas más tarde, ya al filo de la media noche, he bajado sobre mis ocho ruedas hasta el Campo Volantín, desde Irala. Paseando hemos terminado en Iturribide. Y de ahí hemos partido pasadas las dos, camino a Abando.


Los pelos más alborotados que nunca, sudados, como la camiseta y los pantalones, donde, por cierto, he llevado un chicle pegado durante todo el día, del tamaño de un bolsillo, casi. Ojeras por no haber dormido bien en un par de días. Cara apática y ciertamente cortante. Accesorios de los más variopintos, como lo es una inseparable mochila amarilla. Y me la trae bien floja, con perdón por la falta de finura de la expresión, lo que el grupo de pijas denterosas, infantiles, falsas, irrespetuosas y otros tantos adjetivos tan infundados y probablemente acertados, pueda estar pensando en estos momentos. Me da igual porque no tengo ningún interés en ellas. Ni en ellas ni en nadie hoy. Otro día me hubiera fijado, habría estado al tanto en una actitud tan altanera como humana. Incluso habría podido llegar a fantasear en un ataque de imaginación y superávit de egocentrismo. Seguramente habría pasado por casa a pegarme una buena ducha, afeitarme, cambiarme de ropa, echarme colonia, ponerme algún collar. Igual hasta me habría planteado cortarme el pelo, o empezar a hacer algo de deporte, comprarme otro jersey, o cogerle una camisa a mi hermano. Hoy no, hoy no me planteo nada, porque de nada sirve. Voy a volver a casa por donde y como he venido. Contra mayores son la importancia y el interés presentados, peores son la decepción y el malestar de la vuelta. Hoy no tengo por qué frustrarme, ni qué lamentar. Sólo tengo que estar, no tengo que preocuparme ni prestar atención a nada. Y me gusta, me encanta, ahora desearía poder hacerlo continuamente, y que las cosas llegarán por sorpresa, más que por ansiarlas, pues, aunque tras mucho desearlas el obtenerlas resulte gratificante, las muchas esperas perdidas inclinan la balanza hacia el desencanto.

Resulta que casualmente la actitud descrita me ha regalado en esta ocasión una larga y placentera conversación en un portal cualquiera a la vera de la Ría. Cualquier otro sábado seguramente habríamos acabado en algún bar bailando música de incalculable valor cultural, aguantando hasta las tantas para finalmente volver casa con la sensación de no haber hecho absolutamente nada. Hoy, por lo menos, he vuelto satisfecho en gran medida.

Entrañas

Ahogar las penas es más o menos fácil. Basta con noquearlas y atarlas de pies y manos para soltarlas en la Ría mismamente. Tardarán un poco en quedarse inconscientes tras haber sin duda pataleado todo lo posible por mantenerse a flote y permanecer visibles a nuestros ojos el mayor tiempo posible. Pero acabarán por perecer.

Las entrañas revueltas, por contra, son un poco peliagudas. ¿Cómo puedes hacer frente a ello tumbadx en una cama de la que no debes moverte? El cuerpo tiritando, no sabes si de frío o rabia, o ambas cosas a la vez. No puedes conciliar el sueño por los gotones helados que recorren tu cuerpo, pero a ratos te sientes ardiendo. Los oídos chirrían y cada nuevo sonido se vuelve desgarro. Supura el tímpano, en un afán por poner fin a esos incesantes pinchazos, sin llegar a alcanzar la tan ansiada sordera. Tus ojos sangran copiosamente, ante la imposibilidad de cerrarlos. Derraman todo su contenido en gotas de impotencia, de contenido impotencia. Pequeños alfileres caracterizados como imágenes se introducen lentamente en los globos tan pronto como osas descansar los párpados. Atraviesan la pupila, el iris, sin prisa, pero sin pausa, infligiendo un sufrimiento propio sólo de la más triste de las imaginaciones. En tu interior, el estómago, los intestinos, el hígado, los pulmones, se dan vuelta. Los jugos gástricos derriten poco a poco cada célula. Arde la piel en contacto con algún ácido liberado, y se desprende en sangrantes trozos. El aire huye, los pulmones están expulsando hasta la más mínima porción.


La cama se vuelve penitenciaría psiquiátrica, el dolor y la ansiedad se agolpan y te retienen, incapaz de atravesar la estancia delimitada por las sábanas. Estancia que te oprime. No debes arriesgarte a salir, pero tampoco eres capaz de aguantar mucho más.

Consigues a ratos conciliar el sueño, si es que así se le puede llamar. Concluyes un historia de la que sólo conoces el minúsculo principio y que vas completando con tus temores, inseguridades. Añades a ella los sonidos distorsionados que desde lejos llegan y la desagradables situaciones que temes. Estás creando tu propia pesadilla, a caballo entre la consciencia y la inconsciencia. Poco más tarde, despiertas sobresaltadx, el corazón latiendo con todas sus fuerzas, intentando huir a cabezazos de las paredes que lo retienen. Gotas frías caen por tu frente. No eran soportables ya la escenas morfeanas. Te tranquiliza saber que sólo ha sido eso, un sueño. Pero, al mismo tiempo, te come pensar que eso mismo puede estar pasando sólo un par de habitaciones más allá. Vuelves a “dormir” y nuevamente tus propios latidos ejercen de despertador. Así una y otra vez, con peores desenlaces cada vez.

Al fin, despiertas por la mañana, con un cabreo monumental, una desazón difícil de llegar, apatía descomunal y tantas ganas de llorar que la única razón para contenerte es no alarmar al resto. No recuerdas todos los sueños, pero sí algunas imágenes suelta, y no sabes si fueras reales o ficticias. Cuando estuviste pensando en levantarte a beber, ¿lo hiciste? ¿Llegaste a la cocina? ¿Qué viste por el camino?

No. Ni fuiste, ni llegaste, ni viste nada por el camino. Fue sólo un ataque de celos, bastante fuerte, sí, pero sólo celos. Totalmente irracional, y ciertamente difícil de admitir. Espero poder aprender y mantener la próxima vez ojos, oídos, entrañas, y corazón en su sitio. No me queda mas remedio.

La vida en cinta


Navegando por la red de redes, mientras ojeaba una discusión sobre cine, leí una vez que las películas venden sueños. Al margen de estar mejor o peor hechas desde un punto de vista profesional, del tratamiento que tengan o la cuestionable calidad del reparto, cosas valoradas por ojos mínimamente educados, es eso lo que hace a una película llegar. No le presté mucha atención al principio, pues el ejemplo que ilustraba dicha afirmación me parecía nefasto. Poco a poco ha ido cobrando importancia hasta veme capaz de suscribirla. No todxs tenemos el mismo gusto, pero la identificación con lxs personajes, con alguno al menos, la empatía que podamos sentir, o la esperanza depositada en algunxs de ellxs son, sin duda, lo que propicia que permanezcan tatuadxs en nuestra memoria. Huir en un tren a recorrer Europa y conocer a una chica casi perfecta, incluso en sus muchas imperfecciones, con la que pasar una noche única. Conocer a esa persona capaz de contarnos aquello que lleva años dando vueltas entre neurona y neurona, de confirmárnoslo. Dejar atrás la vida que se nos ha otorgado para crear la propia lejos de todo y de todxs. Llevar a cabo esas acciones prohibidas por diversas leyes, las mismas capaces de facilitarnos un cuartito sin ventana y con horario de ansiada “libertad”. Liberar cualquier excentricidad intrínseca sin temor alguno a ser juzgadx por ello. Esperar a esa chica tirado en el sofá de un portal cualquiera, en el rellano de su escalera, bajo ruidosa y copiosa lluvia; verla bajar sonriente directa a estos débiles brazos, decidida a abrazar este maltrecho cuerpo. Salvar al mundo una y otra vez, desde el anonimato de una enfermería en plena guerra, con superpoderes obtenidos de la más extravagante manera, o con los cachivaches que difícilmente podrían imaginarse. Alcanzar la gloria, en cualquiera de sus miles de formas, todas aquellas descritas por guionistas profesionales y ocasionales durante siglos. Descubrir esas realidades paralelas y mundos escondidos, destapar ésta y comprobar que, efectivamente, no era como la pintaban. Luchar contra los bofetones de la vida, y ganarle el pulso. Buscar ese objetivo en la vida, perderla en el intento y poder decir finalmente antes de morir, en una desierta playa, cerca del basto mar, poder gritar al son de unos clásicos acordes que...

¡La puta! ¡Vale la pena estar vivx!
Caballos Salvajes